El nuevo capítulo mediático protagonizado por el alcalde de San Pedro Sula, Roberto Contreras, donde denuncia persecución política y presenta un discurso victimista para justificar las acusaciones en su contra, no puede desviar el foco esencial: los imputados en el caso de corrupción contra la alcaldía deben rendir cuentas ante los tribunales.
Contreras ha insistido públicamente en que las investigaciones y acusaciones contra él y sus allegados constituyen una campaña de hostigamiento político. En su versión, su comportamiento incluso la defensa pública de su familia y el llamado a mobilizar simpatizantes pretende posicionarlo como un perseguido del poder.
Sin embargo, estas manifestaciones no pueden ni deben sustituir el deber ineludible del sistema judicial: juzgar con imparcialidad los hechos y no el show de las denuncias.
El Ministerio Público ya dio un paso contundente: presentó 40 medios de prueba que apuntan a contratos fraudulento adjudicados por más de 45.5 millones de lempiras, con empresas de maletín y obras que nunca se ejecutaron o quedaron inconclusas. Se señala a funcionarios municipales, exfuncionarios, empresarios y al propio yerno de Contreras entre los implicados. Asimismo, ya se han ejecutado capturas contra nueve personas vinculadas al caso.
Este cúmulo de evidencias y acciones procesales demuestra que la fiscalía no se limita a aspiraciones retóricas: ha circunscrito un procedimiento concreto para exigir responsabilidades. La defensa política y mediática es legítima, pero no puede anteponerse al imperio de la ley. Que alguien se declare inocente, víctima o perseguido no equivale a impunidad automática.
La institucionalidad del país exige que la justicia pase por encima de la retórica. Los acusados tienen derecho a defenderse, sí, pero dentro del proceso judicial establecido. No basta con discursos, marchas ni acusaciones contra adversarios políticos: la transparencia, el control y la fiscalización están por encima del dramatismo mediático.
Si la justicia falla ahora o cede ante presiones, se enviará un mensaje funesto: que la corrupción puede disfrazarse de victimización y que los poderosos pueden eludir la rendición de cuentas. Pero si el sistema judicial resiste las distracciones y mantiene su curso, podría marcar un precedente para que la impunidad deje de ser la norma.
Los hondureños observan. Y merecen ver cómo la ley aplica no con gestos de teatralidad, sino con decisiones firmes.

